martes, 28 de agosto de 2018

Cantabria (II), agosto 2018 💢






Una vez más, de vuelta a casa. En Murcia soy feliz. Tengo una maravillosa familia. Buenos amigos. Sufro a los macedonios. Trabajo. Vamos, vivo bien, pero como casa, Santander. Cada vez me cuesta más hacer el viaje aunque también cada vez me gusta más volver a Cantabria y pasearme por sus calles, caminos y paisajes. Los años pasan y empiezan a pesarme. No hace mucho cumplí la fatídica cifra de 50 y, cosas de la vida, siempre riéndome de los que tienen pánico a cumplir años, esta cifra me está costando digerirla. Y no por el número, siempre seguiré fiel a la máxima de más vale cumplir años que no cumplirlos, si no por algún enrevesado mecanismo cerebral propio en disfunción el 50 me ha hecho recapacitar sobre el tiempo pasado y el tiempo futuro. Me veo en el espejo y, dentro de un orden, creo que me mantengo más o menos bien aunque ya empiezan a aflorar los efectos de la edad. Los externos no me preocupan más allá de lo narcisistamente necesario como las arrugas, ojeras, entradas o michelines. Seguro que es lo que toca. Intento cuidarme pero el tiempo es voraz. Me duele más la pérdida de los sentidos. No me puedo mover sin gafas. Oigo mal y escucho peor aunque creo que esto último es más por no querer que por no poder. El olfato lo perdí hace lustros. Del resto ni me acuerdo. Lo que realmente me preocupa es el olvido. El otro día paseaba por Santander con mi hija Julia. Pasábamos cerca de una autoescuela y me preguntó si yo había ido a ésa para obtener el carné de conducir. Sabía que no. Intenté hacer memoria y no me acordaba de a cual fui ni tengo recuerdo de haber recibido clases. Un recuerdo de hace 30 años totalmente desaparecido. Y no es el único. Cada vez descubro más momentos de mi pasado que he olvidado. Y, ¡ay¡, eso sí que me da pánico. Me aterra la muerte, sé que es un sentimiento atávico, pero en mi caso el total convencimiento de la nada posterior me provoca crisis de angustia cuando lo pienso a fondo. Saber que algún día moriré y nada más, aunque sea inevitable, me provoca un pavor que espero borrar con los años por que si no mi vejez va a ser angustiosa. Antes de la nada, me atenaza sufrir algún tipo de enfermedad que me haga olvidar cada recuerdo, cada momento, cada persona, no quiero mirar alguna vez a mis hijas a sus bonitas caras y no saber quienes son. Miro hacia adelante e inicio mi propia cuenta atrás. Pienso en si conoceré a mis nietos, si disfrutaré de ellos. Felizmente mis padres siguen con nosotros, superados largamente los ochenta y espero que por muchos años más. Pero algunos miembros de mi familia, algunos tíos, hermanos de mi madre, algo más jóvenes, ya nos dejaron. Espero cumplir la estadística familiar de una vida longeva superior a los noventa. 40 años más por delante. Sumo esa cifra a la edad de mis hijas y las veo cincuentonas a ambas. Pero quien sabe si en lugar de 40 más serán 10, 20 o 30....o ¡mañana¡. Nunca he comprendido a quienes dicen que no quieren hacerse muy viejos. Yo sí, habrá millones de años para estar muerto. Quiero ver a mis hijas quien sabe si casadas, quien sabe si madres en todo caso espero que felices. Cuando me convierta en polvo y sombras quisiera hacerlo con el convencimiento de haber disfrutado de mi vida y que mis hijas estén haciéndolo de las suyas. En este largo devenir espero contar durante muchos años con mi esposa, mi compañera, mi amiga Inmaculada, hasta el final. Seré egoísta pero prefiero irme antes, no quisiera sufrir la soledad y el vacío que la marcha de mi medio pomelo me dejaría. Casi 27 años hace que nos conocimos. Como en todas las parejas ha habido momentos mejores y peores, épocas felices y otras menos, pero no importa lo que diga, lo que haga, donde esté, yo siempre la voy a amar. No puedo imaginarme la vida sin tenerla al lado. Incluso en los malos momentos, que los hubo, los hay y los habrá, no dejo de dar gracias por que me eligiera entre tantos para acompañarla en su vida. Si, no sé sabe que pasará el futuro, pero siempre la amaré. Con los años valoro más y más la familia. No solo la propia formada por Inmaculada y yo, si no también padres, hermanos y demás. En cada viaje intento coincidir con todos. Es cierto que la familia no la eliges, te viene de fábrica, pero son los únicos que están ahí desde siempre. Es cierto que cada uno es de su padre y su madre, pero éstos, son de mi padre y de mi madre. Con sus manías y defectos los quiero, seguro que no soy capaz de transmitírselo, pero los quiero. Con las nuevas tecnologías, dentro de siglos, seremos actores de ajadas y añosas películas al ralentí en las que podrán vernos nuestros nietos, bisnietos y demás descendientes. Dicen que la muerte se produce dos veces, una en el momento físico y otra el día en el que por última vez alguien pronuncia tu nombre. No sé si dentro de 100 años mis tataranietos querrán saber algo de su pasado. En tiempos de inmediatez, de tantas ventanas de entretenimiento, de tantas experiencias en directo, seguramente unos malos videos y unas cuantas crónicas repetitivas, resultarán un rollo pero serán mi voz en el futuro. Así que si mientras lees piensas en el tostón que te estoy dando recuerda que no lo hago para dártelo si no para que en el futuro alguien nos recuerde. El tiempo no pasa, somos nosotros los que pasamos. Así que como digo, me cuesta la vuelta a casa. Los 845 kms cada vez me pesan más. Pero una vez allí, cada viaje disfruto más, quiero aprovechar cada instante, sacarle el jugo a cada día. Me cuesta más pero cada vez quiero ir más a menudo. No necesito locuras, solo recorrer los recodos de mi pasado. En el viaje de julio, de cicerón, volví a muchos sitios a los que hacía lustros que no iba. Me volvió a picar el gusanillo de revisitar mi querida Cantabria. Se me agolpan nostalgias de unos años que no han de volver pero que puedo actualizar y crear nuevos recuerdos. Cada vez quiero pasar más tiempo en mi tierra. Soy feliz en Murcia, seguiré siéndolo muchos años, pero espero poder dedicarle cada vez más tiempo a la vuelta a casa. En esta ocasión, como iba con mi hija pequeña, opté por excursiones cortas y mucho Santander. Tres mañanas en El Sardinero, no la hay igual en el mundo entero. ¡Qué fría estaba el agua¡. Mi padre decía que estaba mas caliente de lo normal y no lo dudo pero acostumbrado al Mediterráneo, tan cálido, cuando metía el pie sufría congelación cerebral inmediata. Aún así, no tiene precio un paseo por la orilla llegando a la pared del Chiqui donde mi hija se dedicaba a ver los cangrejos correteando entre los mejillones incrustados en la pared. Como cada año, recogimos unas cuantas conchas y cascaretas para nuestra colección que me aportan olor del Cantábrico en el ambiguo invierno murciano. Varios días salí a correr por la ciudad. Uno, por el paseo de la bahía, lo mas turístico. Otro, subiendo al faro por Los Molinucos y Mataleñas. El último, por el centro, por mi barrio de la Travesía Tantín que ciertamente no es ni lo más lucido ni lo más visitado pero es mi barrio, mi pasado. Poco queda de mi niñez, las sombras se llevaron a Luis Angulo el cartero que me cantaba la marcha de San Ignacio cada 31 de julio; ni Vicentón ni Cipriano venden ya croasanes ni luzmelas al malvado Nacho; ni Pepe Ajo que en su microbús verdiblanco me trae y lleva al parvulario Kinder, de la Ciudad Jardín; la fábrica de caramelos; aquel remedo de peluquería en la que se arreglaba el pelo mi madre; la barbería de Mateo con su navaja extra-afilada; el vasco no castiga más hígados con su vino de olor rancio; Lucy, la cajera rubia de ojos claros que cobraba la compra en la tienda de ultramarinos del Señor Ziquiel, que me imagino ahora será una canosa jubilada; se acabaron las bolsas de leche de Nanducio; Juanita, la vecina con aromas mexicanos, que nunca supe si estaba loca o solo lo parecía; el poster futbolero de La Gaceta del Norte de la Pufo que parece mentira que algunas décadas atrás pudiera haber ejercido la profesión más vieja del mundo...o eso decían; Emilia, la vecina de enfrente, empeñada una y otra vez en que a su marido le habían amputado la pierna equivocada; Doña Apolonia, viejísima ya en los setenta con su eterno olor a alcánfor cuando tenía que colarme en su casa para saltar por la ventana a coger mi balón; Uco y Lipe, los carpinteros que nos daban las planchas de ocumen para los trabajos de marquetería; los Soberón, su jardín atrapa-balones; el quiosco de Pero Niño donde hurtaba miradas en las primeras revistas de destape tras la caída de la censura así como los carteles del cine Roxy, uno de los primeros cines eróticos, una nadería en comparación con las películas de hoy; la cuesta de San Celedonio abajo, camino del Río de la Pila a casa de los abuelos Alberto y Aurora para jugar con la locomotora del abuelo y ver a la abuela pegada a la ventana mirando más allá, hacia su pasado; la calle San Sebastián hoy mugrienta, entonces el pasadizo para llegar a la tienda de Moreno. Ya no queda nada ni nadie. El tiempo se lo llevó todo, inexorable, ineludible, insoportable. Aún me veo como si fuera ayer correteando por aquellas calles que hoy permanecen pero que han borrado el pasado. Entonces, como todo niño, soñaba con hacerme mayor, pero no mucho. La muerte existía, pero claro, era cosa de otros. En un abrir y cerrar de ojos, pasaron 30 años. Llegará el día más oscuro, un momento concreto, en el que alguien esté a medio cruzar un paso de peatones, otro pidiendo una caña en la barra de un bar, ese que correrá para coger el autobús o aquel otro que mirando el reloj sabrá que llega tarde, en el que el tiempo seguirá para todos menos para mi. Nos creemos inmortales pero la vida siempre sigue. El sol saldrá y se pondrá millones de veces, incluso más de las que los futuros inquilinos de este valle de lágrimas verán. Mis cenizas se acunarán durante millones de años en las frías orillas de El Sardinero. Y tú, que quizás me leas cuando yo ya sea un vago recuerdo, no sabrás quien fui.  El pasado no vuelve, pero vive en nosotros. Así que, por si acaso, no dejamos de ir a comer rabas al bar del Faro y pasear por el Puente del Diablo el cual no sabía que se había venido abajo hace años tras un temporal y el Panteón del Inglés, cuyo cuerpo allí no reposa, menos mal, por que está lleno de basura, ¿oído ayuntamiento?. Comimos pinchos en el Rampalay, como estaba mandado, la ocasión anterior estaba cerrado. Todos los camareros distintos supongo que habrán cambiado de dueño pero mientras haya pinchos de tortilla de patatas con bonito, mayonesa y tortilla francesa volveremos a la cita. Recorrimos el mercado romano de la Alameda de Oviedo que lo único que tenía de romano era el nombre y algunos disfraces risibles de los que regentaban los puestos. Alquilamos unas bicis para dar un paseo por Las Llamas y El Sardinero. Un año más retiré mi carné de socio del Racing. Me dieron el disgusto de haber perdido mi ficha, mi número. No me resigné y exigí el certificado de mi número actual, el 340, y no el último como me querían colocar. Es posible que exagere pero para mí el Racing es algo más que un equipo de fútbol, va en mi adn y mientras respire, seré socio, porque verdiblanco es el color de mi corazón. En sus oficinas les conté los porqué y me miraban con comprensión casi con cariño. No me fui sin mi certificado de socio 340. No volveré a ver ningún partido esta temporada, vi el del domingo con victoria pírrica 1-0. Sufriré en silencio domingo tras domingo pero este año sí, este año toca volver al Infierno de Segunda desde la caldera más infecta y apartada del mundo futbolero que es la Segunda B. Y cuando lo haga, reclamaré mi carné con mi número estampado para poder lucirlo. Ni Barça ni Madrid, del Racing que es de aquí. Cogimos el coche y ya visitamos recodos dignos de fotos. No os canso más, disculpas si os he aburrido, pero como digo, escribo para mi, para ti, para los del futuro. Os añado el reportaje fotográfico. Son fotos echadas con mi móvil, seguro que con calidad mejorable, pero es lo que hay:





Laberinto de Villapresente, el mas grande de Europa, construido con setos:








Playa de Ubiarco y ermita de Santa Justa, empotrada en el acantilado:











Playa de Tagle:











Suances:











Cigüenza y la iglesia del indiano, San Martín de Tours:











El Zoo de Santillana del Mar, hay vida más allá de Cabárceno:














Cóbreces, playa de Luaña donde perdí una armónica (o harmónica??) hace 40 años y los acantilados del Bolao:



















Puente Viesgo, el Pas, la casa de la bisabuela en Corrobárceno, las pontetas y recordando al abuelo Faustino y el chocolate con churros en La Terraza:


















El Faro de Cabo Mayor, el Puente del Diablo, el Panteón del Inglés y las rabas:













Travesía Rio Cubas:













Santander:

















Hasta diciembre no volveré. Seré feliz, disfrutaré de cada día como si fuera el último, recordaré que lo mejor fue recorrer el camino junto a mi niña Julia.









La próxima vez tocará recorrer Galizano y la cueva Cucabrera o Cabo de Ajo o Selaya y el Túnel de la Engaña o Lierganes y sus Tetas o la Fuente del Francés en Hoznayo o Carmona o la iglesia de San Jorge en Las Fraguas o Cartes o Ampuero y la Bien Aparecida...será por maravillas cántabras. Hasta pronto.











Cantabria Victrix ¡¡¡