jueves, 31 de julio de 2014

El Abuelo

Veo pasar los años, corren, vuelan. Echando la vista a atrás, mi vida se va difuminando. Empiezo a olvidar muchos momentos. No sé si es por la edad o por esa facilidad del ser humano para dejar de lado lo que no es primordial. Pero es que para mi, esos momentos si eran primordiales. Y se me van olvidando. Eran parte de mi vida. Y se van.




En un ya remoto pasado veo a aquel niño que dibujaba con tiza un circuito para jugar con los ciclistas del "Pulgoso", para nada más terminar, tras largo rato de bregar, pringarse y arañarse las rodillas, comprobar como todo se iba al traste por el inevitable chubasco santanderino.




Aquel juvenil melenudo con pendiente que a lomos de su vespa negra se creía la beldad de la ciudad cuando no era más que un pobre proyecto de hombre a medio cocinar.




Aquel ilusionado trabajador de banca que pensaba cambiar el mundo. 30 años
 después, nada ha cambiado y si lo ha hecho, ha sido a peor.

Por entonces emprendió la gran aventura de su vida abandonando su amada patria cántabra por el amor de una mujer. De eso, nunca se arrepintió.





El enérgico treintañero, con el futuro profesional definido tras diversos vaivenes geográficos, que afrontaba el reto del matrimonio y de la paternidad.



El maduro cuarentón que empezaba a desengañarse de la vida. Fue consciente de cuanta razón tenían sus padres en todo lo que le decían de la vida. 

De joven no les quiso hacer caso pensando que eran "cosas de viejos". La vida os dio razón papá y mamá.




Llegando al cincuentón actual que ve pasar la vida, paralelo a su decaimiento físico que intenta esconderlo tras sufridas hazañas montañeras. Sabe que tiene perdida su lucha contra el reloj. 

Inexorable. Sentado delante de esta pantalla, deja la mente volar para volver a aquel agosto de 1980 en el que su abuelo Faustino le regaló la  Lección de su vida que nadie más le ha podido ofrecer:





El olor a hojas agostadas, las algas marchitas, el aroma de lluvia cercana, los coches de los turistas que iniciaban la vuelta a casa. 
Era una de esas tardes de verano, inusitadamente calurosa, que aventaba el otoño.


Aquel niño bajaba a paso tranquilo a casa de los abuelos. Mirando sin ver. Sin fijarse en los detalles. Solo caminaba. Mamá se lo dijo sin muchas explicaciones:


- Vete a ver a los abuelos y espérame allí hasta que vaya con Papá.



Caminaba. El bar del vasco con su peste a vino rancio. La tiendas de monedas extranjeras al lado del cine Roxy. La plaza del Ayuntamiento donde campeaba la estatua ecuestre de aquel viejo militar que murió cinco años atrás. Lleno de cagadas de paloma. Merecido destino el suyo.






Enfiló el túnel del Pasaje de Peña.  Como siempre, a mitad de camino no podía respirar por el humo de los tubos de escape de los coches y como siempre, el último tramo lo terminó corriendo. 


La Plaza de las Estaciones, bulliciosa de viajeros. El bar San Mamés, de tan futbolero recuerdo. Los Seat 1.500 negros en su parada de taxi. Llegó al portal y de puntillas llamó por el telefonillo.


- ¿Abuela?, abre, soy yo.





Subió las escaleras de tres en tres. La puerta de la casa estaba abierta. Nadie le esperaba. Extrañado, cerró la puerta con cuidado. Empezó a buscar. Finalmente entró en el dormitorio. Allí estaban todos alrededor del Abuelo.


El niño, curioso, se asomó entre la nube de batas. Lo vio en su silla. El Abuelo sudaba copiosamente. La tía Carmen lo abanicaba, pero no parecía hacerle efecto. El resto de sus tías estaban también en la habitación.






- ¡Acércate¡, - oyó que le decía, en un susurro.


Su voz, siempre firme e imperiosa, sonaba débil, entrecortada, lejana.  El niño se sentía actor dentro de uno de esos dramones, como los llamaba su padre.


- Acércate, repitió el Abuelo. ¿Cómo estás?.


- Bien, - respondió el niño, tan parco en palabras como siempre.


El Abuelo bebió un trago de agua del vaso que le puso en los labios la Abuela. Trabajosamente se pasó un pañuelo para secarse la frente perlada de sudor. 

El niño no reconocía a su Abuelo. Si, era él, pero no era el abuelo que él recordaba. Su Abuelo era eso que sus tíos llamaban un "hombre de orden". 





- ¿De orden?, se preguntaba el niño, si nunca le he visto dejar nada en su sitio, todo lo hace la Abuela. 


Ahora, ahí estaba, enfermo, en manos de las mujeres de la familia. Como si el Abuelo lo hubiera ordenado, en ese estilo suyo tan peculiar de mandar sin decir nada, se hizo un silencio.


- Chaval, recuerda siempre una cosa, llegado el momento, que llegará, sé valiente y muere como los toros bravos en medio de la plaza. Nunca sufras por cumplir años, piensa en la alternativa.





El Abuelo se calló. Mamá y Papá entraron en la habitación.


- Mamá, ¿que le pasa al Abuelo?,-  le dijo a bocajarro a su madre.


Toda la familia giró la mirada hacia su madre, con esa cara de "Esther, ¿no sabes hacer que tu hijo no hable a destiempo?".


- Nada, el Abuelo está un poco malito. Corre a casa, que tu hermana te dará la cena.


Dicho y hecho. No se sentía cómodo en ese ambiente claustrofóbico. No sabía el qué pero ahí pasaba algo raro. Se acercó a darle un beso al Abuelo. Antes de irse, cuando tenían ambas caras pegadas y en un nuevo susurro, el Abuelo repitió.


- Recuérdalo, como los toros bravos, en medio de la plaza.

- ¡Vale¡, pensó el niño.


 A la mañana siguiente, cuando bajó a desayunar, Mamá no estaba.


- Techu, ¿dónde está Mamá?, preguntó despreocupado.





 Su hermana-,  este-crío-no-se-entera-de-nada, - le respondió.


- Está en casa de los Abuelos, el Abuelo murió anoche



Pasaron los años y aquel niño sigue oyendo al abuelo Faustino constantemente. Consciente de su inmediato final, le regaló la mejor lección sobre la vida...como los toros bravos. 

Desde entonces, intento disfrutar del día a día, sabiendo que cada día pasado no vuelve, no se repite, cada día dedicado a ser infeliz es tiempo perdido que no volverá, porque, pese a lo que nos creamos, el Tiempo no pasa, somos nosotros los que pasamos. 

Sed felices.