Y
pasan los años. Ya 54, en dos meses 55. Pasa rápido el tiempo y ya noto las peplas de la
edad. Recuerdo cuando corría 15/20 carreras al año. Ahora tengo que espaciarlas
para poder participar en 4-5 al año. También es cierto que no comparto esa
costumbre que tienen algunos de correr una carrera cada fin de semana. Y no
solo es el goteo de euros y de tiempo lejos de la familia, es que no veo que
ilusión da correr una carrera cada fin de semana. Parece casi una obligación,
como ir a la oficina. Cuando me pongo en línea de salida debo haberlo preparado
y disfrutado antes. Entrenar tiene un objetivo, la carrera, pero hay que
disfrutarlo también, con variedad de entrenamientos. En el momento que pierda
esa ilusión, no volveré a participar en carreras. Y sé que el fin cada vez está
más cercano. No solo por la ilusión, el
físico ya empieza a dejarme claro que esto se acaba.
03/12,
Falco Ultratrail. 71 kms, que después fueron casi 73, con 4.400 de desnivel positivo, que fueron 3600 según
el reloj, pero parecieron el doble por la paliza que llevábamos cuando entramos
en meta. Teníamos 15 horas de tope, algo justo nos parecía antes de empezar.
Jugamos con los tiempos de corte, especialmente en los primeros cortes.
2:30 de la mañana, en pie. Casi no pude dormir como en cada gran carrera. Debe ser que mi cerebro teme el momento de verse en medio de otra paliza. Me vestí rápido y me subí al coche. Como no tenía tiempo para desayunar me llevé un bocadillo de chorizo de pamplona con queso de untar, el mejor recuperador de fuerzas que conozco. Ni geles ni pastillas. Bocata de toda la vida.
A las
3:30, a medio camino de línea de salida, lugar de reunión con mi compadre de
las grandes citas, Fernando Zampamillas Zampador. Somos complementarios en
todo. El me sube, yo le bajo. Y mal corremos ambos en el llano. Yo medito pero
no dejo que la vida me agobie; él piensa demasiado y le busca demasiadas
explicaciones a la vida. ¡¡Cuantas conversaciones de política cada domingo
entrenando¡¡¡ También somos contrapuestos. Pero hay una cosa que nos une. El
total respeto que nos tenemos. Da igual rojo o negro. Arriba o abajo. Cielo o
infierno. Hablamos, opinamos y nos respetamos. Y corremos.
A las 4:30 ya en Cehegín, punto de salida. Pequeño calabobos. Recogimos los dorsales y la bolsa de corredor. Una señora bolsa con camiseta, buf, calcetines, manguitos, barritas, productos energéticos, etc. No como esas carreras que solo te dan la bolsa vacía y se quedan con las perras. La Falco Ultratrail, un 10 en bolsa, un 10 en avituallamientos, un 10 en recorrido. Un 10. Y venía de una pésima experiencia en la última edición en la que participé, cuando eran 100 kms. Tras 98 kms, con todos los errores posibles en el recorrido, en los avituallamientos, en los cruces, nos dijeron que todavía nos faltaban 10 kms más. Entonces abandoné en ese punto por pura desesperación y cabreo.
5:00,
68 dorsales, pero como mucho estaríamos en salida 50/55 corredores.
En mi
cabeza bullían las dudas de siempre. ¿Pero qué necesidad hay? ¿pero otra vez a
sufrir? A eso se sumaban mi problemas físicos. En septiembre sufrí covid por
segunda vez y en esta ocasión me ha dejado secuelas en forma de fatiga
respiratoria que lógicamente se agrava con el esfuerzo, en carrera, en las
subidas. En los kms finales sufrí mucho la falta de aire en los pulmones.
La carrera tiene 50 largos kms para afrontar una durísima media maratón final. Este final es lo más duro y difícil que he corrido. Esos dientes de sierra del final, una auténtica tortura.
Salimos desde el Arco Romano, al borde de la autovía. Primeros metros por la vía verde, paralela a la vía de servicio, para cruzar por el viaducto y comenzar la primera subida, el Cerro de Peñarrubia. Pertrechado con camiseta técnica macedonia, camiseta térmica, manguitos, cortavientos, buf en cuello y cabeza y guantes sin dedos. Ni un km y ya sudando a mares, empecé a hacer la cebolla, quitándome capas. Lo primero, los buf, que no me dejaban ni respirar.
Al inicio de la carrera, fresco, pero no frío. Mi gran problema en la noche, mi miopía. No puedo correr sin gafas, no veo bien y corro riesgo de caída. Pero es que tampoco puedo correr con gafas, se me empañan y es peor. Así que quita y pon.
La
subida al Cerro de Peñarrubia corta, un primer calentamiento, con unos
metros finales muy verticales. Seguí los pies de Fernando. Me asfixiaba y
acabábamos de empezar. Aun así, pude mantener la distancia. La bajada, bien,
camino de la Baera de los Azules. Con las gafas empañadas, no veía nada.
Fernando se me iba, pero no por falta de piernas, si no por mi falta de
seguridad en el descenso. Me quité y me puse las gafas varias veces. Algo
cabreado, dejé alejarse un poco a Fernando, para buscar mi ritmo. Seguramente
pensó que mal empezaba la cosa.
Al ser tan pocos, enseguida nos vimos solos. Primer avituallamiento que aproveché para balizar.
Segunda subida, el As de Copas. Podíamos seguir la ruta vertical con las luces de cada
corredor, cada vez más lejanos. Subida dura. Bien de piernas, más o menos bien
de respiración, pero a poco que forzaba Fernando, me quedaba atrás. Ras, ras,
ras, la mente ya se iba poniendo en lo peor. Y no llevábamos ni 10 kms. Aun así, conseguí coronar más o menos entero.
Bajada rápida camino del avituallamiento de la Morra de Zenón, por donde deberíamos volver a pasar unos 50 kms después. Al menos, felices de la organización. Avituallamientos muy bien dotados, dulce, salado, bebidas, de sobra incluso para la cola del pelotón, como debe ser.
Comenzamos
la gran vuelta a la Sierra de Burete. Pista ancha, bien balizada. Subiendo
hacia la mina, Fernando se me puso intenso. Me contó sus historias. Haciendo
cumbre nos alcanzó Cristina García, Kuki, con la cual hicimos los siguientes 40
kms. 37 años, joven, fuerte, con un crio pequeño, mucho entrenamiento. Nos
marcó el ritmo hasta que ya de vuelta al As de Copas, se marchó sola, loca por
hacer meta. Una gran compañía.
Bajamos
juntos, al trote, en la pista paralela a la autovía. La parte más corrible de
la prueba. Bajada muy larga y subida muy larga, casi hasta el km 50. No sé si
corrimos de más pero nos pasó factura en los 20 kms finales, por lo menos a mí.
Antes de afrontar el gran final, subida al Pico del Águila, totalmente noqueado. Tremendo dolor de cabeza. Fernando y Cristina por delante, 20/30 metros. Poco a poco me iba quedando. Tremendo dolor de espalda. Les oía hablar pero iba zumbado. Sin fuerzas, sin ganas. Fernando ni se volvía, debía pensar que iba rematado. Me dejó a mi ritmo. Me dejó solo. La subida al Pico del Águila, sin ser muy dura, se me hizo larguísima. No conozco ninguna sierra por esta parte murciana del sureste que no tenga un pico del Águila. Poco originales.
Fernando me cogió parte de la carga de la
mochila. Me vino muy bien. Llegando al alto, empecé a notar algo de mejoría.
En la
bajada hacia el avituallamiento, mejoré mis sensaciones. Km 51, migas con caldo
caliente. Allí en el avituallamiento, María José, compañera de trabajo. Unos 10
minutos de comida y cháchara, parece que me despejaron la cabeza.
A
partir de ahí, 21 kms brutales. Para empezar, el Campanario. Recordaba con
pánico la vez anterior que subí por allí con Richy, de noche, con viento y
mucho frío.
Avisé
a mis compañeros, cuidado con la subida, cuidado con la bajada. Pues la subida,
más o menos la sobrellevé bastante bien. Campanario Bajo, ya parecía que
arriba pero la memoria me jugó una mala pasada. Pequeña bajada y subida final.
Bien de piernas.
Campanario Alto, un cresteo muy peligroso, mucho riesgo, fuimos muy despacio
para evitar sorpresas. Cristina, que nunca había corrido algo igual, se
asombraba de la dureza del paraje. Pues quedaba la bajada. Cuerdas para
descolgarse. Piedras sueltas. Mucha pendiente sin lugar donde agarrarse.
Recuerdo la ocasión anterior, las dos caídas en esa bajada. Esta vez me puse delante
y tiré del grupo.
Casi
una hora para 5 kms. Avituallamiento del 56 en la Umbría de Alarcón, siguiente,
en dos kms. Una hora tardamos, con eso se dice todo de la dureza. Subida por una pedriza eterna, resbaladiza,
agotadora camino de la Loma. Mis problemas respiratorios me clavaron en la
subida. Diez, veinte pasos y parada. Fernando delante de mí parecía ir mejor.
Cristina, a lo lejos, dando ánimos. Pero no podía. Iba asfixiado. Y la falta de
oxígeno empezó a minar el tejido muscular. Sin sufrir calambres me veía muy
limitado en la subida. Como pude hice cumbre. Y lo peor era saber que quedaba
mucho.
Bajada
con las piernas de plastilina. En mi cabeza hice las cuentas. Tres horas
mínimo. Y estoy muerto.
Lo
que parecía una tachuela camino del avituallamiento de la Hoyaleja se me hizo
interminable. Me descolgué. Preferí sufrir en silencio. De nada sirven los
comentarios de “ya está ahí, no queda nada” cuando donde no quedaba nada era
en mi fondo físico. Momento duro, otro. Como pude hice nueva cumbre. Y todavía
quedaban otras dos subidas.
Pero
en la bajada decidí poner el piloto automático. Analicé mi situación. Estoy
muerto, pensé. Pero son 12 kms a meta. Lo voy a conseguir aunque no
sabiendo si lo conseguiría acompañado o si tendría que dejar ir a Fernando y Cristina.
Miré varias veces a Fernando. Se le veía igual que yo. Vale, mal de muchos,
vamos a lucharlo.
No lo
hablamos, no dijimos nada, pero ambos sabíamos que el otro estaba muerto, pero
que ambos llegaríamos a meta. Es lo que dan años de carreras. Cuando el seguir
se pone duro, los duros siguen.
De
vuelta al As de Copas. Si a la ida la subida era vertical, en esta ocasión iba
rodeando el cerro. Menos dura pero mucho más larga. En dos ocasiones,
calambres. Una vez el sartorio izquierdo, de vuelta desde hacía años sin
noticias de su parte. En la segunda ocasión, el abductor derecho. Bien, voy
equilibrado. Mal de ambas piernas.
Cerrando
el grupeto. Cristina se marchaba con facilidad, una vez en la cumbre nos pidió
permiso para irse por delante. Verídico. Tira p´alante, faltaría más. Acaba
ya. Y acabó en podio.
La
bajada del As de Copas muy larga, con Cehegín en la lejanía pero con la
sensación de ir dando una vuelta muy larga. Bajada al trotecillo, recuperando
las fuerzas. Fernando, ya algo blando de más, se fue al suelo un par de veces.
Extrañamente, yo no me caí en ningún momento.
Km
66, avituallamiento de la Casa Vieja, al pie de Collado Peñarrubia. Os quedan
dos subidas. No, una. No se aclaraban. Al final una mujer se apiadó, son dos
subidas cortas y después una más larga.
No nos engañó. Subimos más o menos bien. Fernando puso la marcheta. Cuando
cogimos la pista parecía que íbamos camino de meta pero claro, no, faltaba la
subida final.
Salvo
algún escalón que se te enganchaba a los músculos, subida rodeando el collado
hasta hacer cumbre. La bajada que anunciaron peligrosa, no lo era tanto, pero
para evitar riesgos bajamos tranquilos. Ya de noche, Fernando se puso delante
para evitar que mi miopía me causara una mala pasada.
Cehegín
a poco más de un par de kms. De vuelta a la vía verde. Contentos, hicimos meta.
Nos pusimos todas las excusas posibles para justificar los problemas. Que si la
falta de entrenamiento de desnivel, que si eso, que si aquello. Pasando los
días, eso da igual, conseguimos hacer meta.
Es
bárbaro lo rápido que se olvidan los malos momentos. Las dudas. Las quejas.
Solo se guardan los buenos momentos. El verte en la meta. El reto conseguido.
No sé cuánto tiempo podré seguir participando en carreras, pero el sabor de la
victoria que supone acabar es adictivo. Veremos.
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